3 d’oct. 2013

“La dama de Cachemira” de Francisco González Ledesma: original asesino y alta dosis de absurdo

 La dama de Cachemira (RBA 2009; primera edición de 1986) es una extraña -mejor, especial- novela negra. No acaba de convencer,  aunque a su favor diré que si quien lee es de gusto negrotampoco podrá soltarla. Una obra perro hortelano.
Sólo por la pluma que la parió, Francisco González Ledesma (Barcelona, 1927), maestro del género policíaco, periodista, guionista –humanísimo hombre de letras-, bien merece esta obra una oportunidad lectora.

Un asesino en silla de ruedas en Barcelona

El escenario de La dama de Cachemira, es, por supuesto, Barcelona. En la elección del malo González Ledesma es ciertamente original: un asesino en silla de ruedas. Detrás, la pena y automática adhesión que generan mujeres vapuleadas por la vida que, pese a sus infortunios, mantienen sus sueños.
Sueñan con un hombre que las quiera como una mujer quiere que un hombre la quiera. Sueñan con viajar a lujares lejanos y exóticos. Sueños, amor y vidas marginales que, en la coctelera, producen asesinato. Capeando estos temporales, como buen equilibrista de la más sórdida Barcelona, el bueno de Méndez.
La dama de Cachemira fue Premio Mystére a la mejor novela negra publicada en 1986. Distinción para un autor que, en su precoz nacimiento literario, conquistó más quereres fuera que dentro de su país. Los tiempos de la censura franquista y la frustración de los creadores. Un hombre hecho a sí mismo. De origen humilde, madre modista y que estudió gracias al mecenazgo de su tía. Un intelectual que, cuando cosechó premios internacionales y alcanzó cotas de alta responsabilidad (fue director jefe de La Vanguardia), nunca dejó de ser un chaval del barrio de Poble-Sec.

¿Demasiada dosis de absurdo?

Los recelos avanzados al inicio de esta terapia de novela vienen de que el famoso y, en los círculos de la literatura negra, querido Méndez  -el policía protagonista- no logra establecer la complicidad esperada con el público. Demasiada la dosis de absurdo (propia del género) que el autor inyecta a Méndez y, en general, al tono de la novela.
El resultado de esa sobredosis de absurdo es que la picaresca intrínseca a este tipo de antihéroes detectivescos que protagonizan las mejores sagas de la literatura negra en España (el Pepe Carvalho de Manuel Vázquez Montalbán o el listísimo despojo humano de El laberinto de las aceitunas y posteriores de Eduardo Mendoza) se desvirtúa. La sonrisa que provocan éstos no acaba de llegar con Méndez.
Surrealismo muy particular en las relaciones y navegación por los bajos fondos el de Méndez. Se disuelve, se pierde la fuerza y esencia del humor que caracteriza a las novelas que siguen este esquema. El detective quiere resultar entrañable y granjearse nuestra simpatia desde esa mezcla de patetismo y alto calibre humano pero… le cuesta.  El efecto no es de alcance universal, como el que consiguen otros homólogos suyos pícaros negros.
Rosa Valle. Terapia de letras, 3 de octubre de 2013